martes, 20 de junio de 2017

Franco Borestein, el político ambiguo.

Franco nunca terminó la universidad porque en su afán de comprender el mundo y al hombre fue estudiando aleatoria y transversalmente asignaturas de diferentes carreras de bases tan disímiles como Biología, Matemática, Periodismo, Psicología, Reflexología y Teología, entre otras.
Franco, mientras desayunaba, creyó vivir una epifanía y pensó que debía dedicarse a la política para cambiar el mundo, o al menos empezar desde su localidad. Inmediatamente se precipitó a escribir su primer discurso que reflejaba su eterna inquietud, su cambio permanente, su inconsistencia ideológica, sus convicciones reversibles y su flojera moral.
En los bocetos que se rescataron de su última morada, se podían leer estos párrafos, incansablemente tachados y reescritos.
¨El mundo es injusto y la primera lucha debería ser la lucha por la igualdad. Una igualdad que no sea estandarización o normalización, una igualdad que haga énfasis en la diferencia, porque sólo podemos ser iguales si podemos diferenciarnos y explotar nuestra individualidad, nuestra unicidad, si podemos vivir profundamente nuestra particularidad dentro de un colectivo social.¨
Franco, aparentemente, abandona este concepto de igualdad-diferencia después de muchos pasajes tachados al verse enredado en argumentos que lo llevaban a conclusiones siempre enfrentadas.

En la página 7 trabaja el tema de la meritocracia con estas palabras: ¨El merecimiento es el motor del progreso, el incentivo al trabajo y la zanahoria del burro¨. Esta última metáfora evidentemente le provoca un giro en su discurso y sigue así: ¨La recompensa al trabajo es la mayor herramienta de domesticación¨ No conforme con eso, mientras escribe, reflexiona y el vaivén de ideas se profundiza. ¨La meritocracia es una forma de mantener una estructura social estática al ignorar las limitaciones de acceso al trabajo o estudio. La injusticia de base es la madre de todas las diferencias¨ Aquí se hacen presentes espontáneamente sus estudios religiosos y agrega que ¨ no hay injusticia inicial, hay justicia celestial y más allá de lo que juzguemos en la Tierra, existe una meritocracia karmática que explicaría porqué algunos nacen en Noruega y otro no. La clave es juntar millas espirituales con buenas acciones¨. De pronto parece descubrir que esta es otra treta para naturalizar las restricciones de arranque de cada uno y arriesga una teoría japonesa que tiene que ver con la aceptación de las propias limitaciones como atajo a la libertad. Sencillamente, entregarse a la realidad en forma aerodinámica, sin fricciones, sin resistencias, con la paz del que no quiere luchar. Esta última reflexión fue la que llevó a Franco Borestein a que súbitamente todo le chupe un huevo y esa sensación emancipadora lo hizo abandonar, durante el almuerzo, el proyecto político. El hizo carne de la negación como opción válida y el delirio ante la polarización para escapar de la dualidad y la contradicción: ¨Azúcar o edulcorante? Perro! ¨, ¨Flaca o pulposa?¨ Pateá al ángulo!. Franco se corrió tanto que ya no pudo volver o no quiso volver. Algunos dicen que lo vieron en trikini en el 144, otros dicen que no saben quién es Franco Borestein, pero es innegable que su lucidez, aunque fugaz, iluminó el camino de muchos...o los muchos caminos de pocos.

martes, 30 de mayo de 2017

Te voy a decir la verdad.

No quiero, gracias. A veces la sinceridad es grotesca, ofensiva, dolorosa o desubicada. Guardo cierto desprecio por la gente que enarbola la bandera de la sinceridad y además la condimenta con una brutal frontalidad. No pido que me mientan descaradamente, pero sí que ajusten su versión de las cosas con empatía y que se muevan con cintura en temas delicados. Hay mucho de perverso en alguien que te escupe una observación cruel en nombre de la franqueza, como si eso debiera quitarle el halo de mala intención.
La verdad no es una sola por eso el fundamentalista de la sinceridad también tiene algo de arrogante y de equivocado. Lo que se postula a gritos como verdad, a veces, es una opinión, una sensación o sólo una versión de los hechos.

Jóvenes argentinos, no se dejen avasallar por las declamaciones de estos profetas de la espontaneidad porque sólo tratan de convencerse a ellos mismos. La próxima vez que alguien te hiera con ¨su¨ verdad recuerda que sólo los imbéciles alojan certezas absolutas y están buscando discípulos todo el tiempo.

Fenómenos


Estoy convencida de que soy protagonista de un fenómeno que tiene que ver con una disfunción en el paso del tiempo. Si bien inicié mi carrera cronológica en el mismo momento que mis coetáneos, en algún punto ellos fueron arrastrados por el devenir de la decrepitud, mientras yo, sin duda, he sido olvidada por alguna década. Esta observación que puede parecer subjetiva se comprueba fácilmente en reuniones de ex alumnos, ex combatientes o reencuentros de veteranos. Claramente aquellos que acusan mi edad se ven mayores y no veo a nadie que, como yo, haya esquivado con tanta eficacia la senilidad. Ellos me miran con asombro y estoy segura que deben preguntarse sobre mi condición. Yo tampoco dejo de cuestionarme porqué los demás envejecen y uno no.

lunes, 29 de mayo de 2017

Malditas artesanías

Aquellos objetos que consideramos “artesanías” poseen un valor extra que reconoce el trabajo dedicado de un artista y la magia de sus propias manos. Hoy, en plena era industrial y digital, esto tiene una tasación mucho mayor, pero no nos dejemos engañar por la vuelta a las manualidades, los materiales nobles y el culto a la manta de oveja nórdica, hay artesanías que son horribles. Las principales víctimas de esto son los turistas desprevenidos, que embelesados por el encanto soberbio de las sierras cordobesas, compran duendes tallados en madera con cabello de paja y rasgos endemoniados. Si ningún adulto responsable dormiría solo con esa criatura en la mesa de luz, entonces por qué, además de comprarlo, te lo regalan como una muestra indiscutida de que te recordaron en medio de los trajines del periplo. Uno, agradecido, lo entierra en el rincón más oscuro del hogar hasta que un día se eleva entre juguetes rotos y no tenemos dudas en desestimar el acto de amor que lo trajo ahí y tirarlo, pero de pronto aparece algo más. Sobre el tronco donde está sentado se lee la frase: “Duende de la fortuna”. Eso lo cambia todo. Ahora nuestro objeto horrible está embebido de un poder especial y nos asaltan todas las dudas esotéricas. ¿Si lo tiro caeré en desgracia? Bueno, mientras estuvo allí tampoco salí en la tapa de Forbes, entonces podría desprenderme sin problemas. ¿Y si lo que logré fue por su presencia y en su ausencia todo hubiera sido peor? ¿Y si en vez de tirarlo lo vuelvo a esconder? ¿Y si se ofende? Porque hasta ahora sólo podría haber sido víctima del olvido, ¿pero si el duende es consciente de que mi decisión de ocultarlo es alevosa, racional y lúcida? ¿No se tomará represalias? Miramos fijamente esos ojos gigantes de madera, ojos alienígenas, buscando una respuesta y nos preguntamos con qué necesidad el artesano habría de dejar caer sobre esta pieza semejante maldición. Lo miramos de nuevo, tomamos fuerza, lo ponemos en el fondo del tacho de basura (con delicadeza) y nos hacemos cargo de nuestra vida, recuperamos la fe en la ciencia y en la modernidad. Pero, en algún lugar, en lo más profundo de nuestra conciencia esos ojos macabros no dejarán de mirarnos a través de todas las bolsas de polietileno que nos crucemos durante el resto de nuestra existencia.