martes, 30 de mayo de 2017

Te voy a decir la verdad.

No quiero, gracias. A veces la sinceridad es grotesca, ofensiva, dolorosa o desubicada. Guardo cierto desprecio por la gente que enarbola la bandera de la sinceridad y además la condimenta con una brutal frontalidad. No pido que me mientan descaradamente, pero sí que ajusten su versión de las cosas con empatía y que se muevan con cintura en temas delicados. Hay mucho de perverso en alguien que te escupe una observación cruel en nombre de la franqueza, como si eso debiera quitarle el halo de mala intención.
La verdad no es una sola por eso el fundamentalista de la sinceridad también tiene algo de arrogante y de equivocado. Lo que se postula a gritos como verdad, a veces, es una opinión, una sensación o sólo una versión de los hechos.

Jóvenes argentinos, no se dejen avasallar por las declamaciones de estos profetas de la espontaneidad porque sólo tratan de convencerse a ellos mismos. La próxima vez que alguien te hiera con ¨su¨ verdad recuerda que sólo los imbéciles alojan certezas absolutas y están buscando discípulos todo el tiempo.

Fenómenos


Estoy convencida de que soy protagonista de un fenómeno que tiene que ver con una disfunción en el paso del tiempo. Si bien inicié mi carrera cronológica en el mismo momento que mis coetáneos, en algún punto ellos fueron arrastrados por el devenir de la decrepitud, mientras yo, sin duda, he sido olvidada por alguna década. Esta observación que puede parecer subjetiva se comprueba fácilmente en reuniones de ex alumnos, ex combatientes o reencuentros de veteranos. Claramente aquellos que acusan mi edad se ven mayores y no veo a nadie que, como yo, haya esquivado con tanta eficacia la senilidad. Ellos me miran con asombro y estoy segura que deben preguntarse sobre mi condición. Yo tampoco dejo de cuestionarme porqué los demás envejecen y uno no.

lunes, 29 de mayo de 2017

Malditas artesanías

Aquellos objetos que consideramos “artesanías” poseen un valor extra que reconoce el trabajo dedicado de un artista y la magia de sus propias manos. Hoy, en plena era industrial y digital, esto tiene una tasación mucho mayor, pero no nos dejemos engañar por la vuelta a las manualidades, los materiales nobles y el culto a la manta de oveja nórdica, hay artesanías que son horribles. Las principales víctimas de esto son los turistas desprevenidos, que embelesados por el encanto soberbio de las sierras cordobesas, compran duendes tallados en madera con cabello de paja y rasgos endemoniados. Si ningún adulto responsable dormiría solo con esa criatura en la mesa de luz, entonces por qué, además de comprarlo, te lo regalan como una muestra indiscutida de que te recordaron en medio de los trajines del periplo. Uno, agradecido, lo entierra en el rincón más oscuro del hogar hasta que un día se eleva entre juguetes rotos y no tenemos dudas en desestimar el acto de amor que lo trajo ahí y tirarlo, pero de pronto aparece algo más. Sobre el tronco donde está sentado se lee la frase: “Duende de la fortuna”. Eso lo cambia todo. Ahora nuestro objeto horrible está embebido de un poder especial y nos asaltan todas las dudas esotéricas. ¿Si lo tiro caeré en desgracia? Bueno, mientras estuvo allí tampoco salí en la tapa de Forbes, entonces podría desprenderme sin problemas. ¿Y si lo que logré fue por su presencia y en su ausencia todo hubiera sido peor? ¿Y si en vez de tirarlo lo vuelvo a esconder? ¿Y si se ofende? Porque hasta ahora sólo podría haber sido víctima del olvido, ¿pero si el duende es consciente de que mi decisión de ocultarlo es alevosa, racional y lúcida? ¿No se tomará represalias? Miramos fijamente esos ojos gigantes de madera, ojos alienígenas, buscando una respuesta y nos preguntamos con qué necesidad el artesano habría de dejar caer sobre esta pieza semejante maldición. Lo miramos de nuevo, tomamos fuerza, lo ponemos en el fondo del tacho de basura (con delicadeza) y nos hacemos cargo de nuestra vida, recuperamos la fe en la ciencia y en la modernidad. Pero, en algún lugar, en lo más profundo de nuestra conciencia esos ojos macabros no dejarán de mirarnos a través de todas las bolsas de polietileno que nos crucemos durante el resto de nuestra existencia.