viernes, 30 de julio de 2010

Jaime

Jaime Torres es el nombre del dramaturgo y sociólogo español que recientemente lanzó su libro: “Mejor, me callo”. Jaime estudió Letras y Ciencias Sociales en la Universidad Humanística de Sevilla y se forjó con ideas socialistas, progresistas y pluralistas, que en algún momento le hicieron creer que era un revolucionario, un avanzado a su época, un ser sensible y abierto con capacidad crítica y de análisis. Estaba profundamente convencido de que debía liberar a las masas ignorantes que seguían como autómatas lobotomizados los patrones culturales del sistema y se dejaban devorar por el capitalismo salvaje. Estaba seguro de que él era la voz de los oprimidos, que él era la bandera de esa amalgama social indocta, sumisa, resignada o disciplinada por los intereses del capital. Pero un día se miró al espejo y vio un engranaje más, another brick in the wall. Percibió que su postura, también era funcional con eso que detestaba y se vio imponiendo sus valores tan autoritariamente como “los otros”. Se vio discriminando intelectualmente a los demás, jerarquizando lo que él definía como arte sobre lo “kitsch”, se vio excluyendo lo diferente e intentando dominar con su propio estilo de poder. Jaime era el archienemigo que le daba vida al héroe. Jamás podrían sobrevivir uno sin el otro.
Allí empezó lo que él mismo denominó la “Antisociología”, una visión donde se aleja de las posturas clásicas para reberlarse contra la rebelación, para criticar a la crítica, para establecer una tercer, una cuarta o una quinta postura, para que haya tantas posturas como observadores, para que haya tanto respeto como ideas, para que la verdad sea la realidad de cada uno.
Con esta primera obra se aisló de los círculos letrados y fue despreciado por sus colegas. Jack Beloliel, su alumno y apóstol escribió artículos apocalípticos en cuanto a la muerte académica de su maestro, lo defenestró en los medios de comunicación, lo denunció en el colegio de sociólogos, hizo que la prensa lo persiguiera como a un perro rabioso, destrozó su imagen pública y lo borró como contacto en Facebook.
Esta respuesta no hacía más que reforzar la “no postura” de Jaime. En un enfrentamiento televisivo, Jack acusó a Jaime de haber sido absorbido por el sistema, de estar siguiendo una agenda que no era propia, a lo que Jaime respondió, concreto, conciso y algo drogado: “Yo tengo el control y miro el canal que quiero, pero desde hace un tiempo, se me cantó apagar el TV y miro mi ombligo, el lugar donde siempre estuvieron todas las respuestas”.
Inmediatamente la revista “Hola” hizo una producción de fotos de Jaime con el torso desnudo exhibiendo su ombligo en poses sugestivas, lo que lo terminó de enterrar su carrera profesional.
Más tarde salió a la luz una carta de Jack donde se mostraba consternado por la actitud desfachatada e impulsiva que lo estaba motivando, a lo que Jaime contestó: “No pertenezco ni a los unos ni a los otros, me río de ambos, me conmueve escuchar llover y el olor a milanesa, encontré la libertad por la que alguna vez luchamos juntos”.

sábado, 17 de julio de 2010

Sonríe, Dios no está mirando.

En el comienzo de los tiempos, reinaba la nada. Una nada blanca y espesa como niebla. Un día, la nada se abrió y se formó un camino parecido a un arcoiris por donde bajaron millones y millones de unicornios de colores que se unieron, como piezas de encastre, para formar los planetas, las constelaciones y los universos.
Con la misma soltura podríamos decir que un anciano de barba y pijama blanco en tan sólo 7 días se ocupó de todos los menesteres que implican la creación del universo, incluyendo a todos sus seres vivientes.
Supongamos que somos adeptos al género de “religión ficción” y decidimos apoyar esa versión sin ningún tipo de asidero lógico, no hay justificación sensata que sirva de pretexto para lo que vino después: “Cuando el hombre creó a Dios a su imagen y semejanza”. Una vez que estuvo todo hecho, los ríos estaban fluyendo, los animales comían frutos en los bosques, las libélulas revoloteaban felices y dos cobayos corrían de la mano por los montes, el hombre tuvo que meter su cola y crear un Dios manipulador, egocéntrico, obsesivo, caprichoso y jodido para arruinarlo todo. El hombre le dio a Dios una serie de superpoderes: la omnipresencia, la capacidad de escuchar todo, de ver todo y hasta de leer la mente, capacidades que automáticamente puso en su contra al establecer que Dios sería también el guardián de nuestros pensamientos, nuestra palabra, nuestra obra y hasta nuestra omisión. No hay un maldito recoveco de nuestra intimidad donde no llegue el reflector interrogatorio de Dios. El hombre, además, creó para su Dios una lista de exigencias morales tan severas como impracticables, y como si fuera poco masoquista, le dio a su deidad la responsabilidad de un castigo por incumplimiento, poniendo a su alcance un infinito abanico de penas, de las más espantosas que se le pudo ocurrir: estadías eternas en termas de sulfuro, habitaciones en llamas, dolores y sufrimientos inimaginables por doquier. Pero eso es sólo una yapa que sobreviene después de la muerte y para toda la eternidad. Mientras, los representantes humanos de ese Dios en la Tierra, simulan berretamente estos castigos con consignas como: azotarse la espalda, dormir sobre brasas, hacerse gárgaras con vidrio molido, ponerle menta a la limonada o cortarse la yema de los dedos con el filo de una hoja.
No satisfecho con los suplicios físicos, el hombre también pidió a su Dios que lo sometiera al peor martirio psicológico: la culpa. Entonces, disfrazado de un padre amoroso, este Dios nos refriega todos los días por la cara que envió a su único hijo a la Tierra a salvarnos y los humanos desagradecidos lo estacaron como a un chivo a la parrilla. Dice qué está todo bien, que nos perdona, pero que nos va a hacer sangrar el culo hasta el Apocalipsis, dalo por hecho.
Nuestro Dios lleva el estigma de la madre judía que nos pide llevar un saquito, por nuestro bien, para no enfermarnos y darle un disgusto a ella, disgusto que siempre siempre pagamos con la misma moneda: la culpa.
Joven argentino, descendiente directo de aquellos humanos, perdónalos, no sabían lo que hacían.