jueves, 19 de noviembre de 2020

Ensayo sobre la materialidad de las emociones

Marcos Pollansky gustaba de visitar librerías antiguas y deslizar sus dedos por los rugosos lomos de libros centenarios. A veces se detenía ante un título y acariciaba las páginas leyendo algunas frases al azar. Lo primero que disfrutaba era esa exhalación, entre húmeda y polvorienta que chocaba contra sus mejillas al abrirlo. Lo segundo que lo excitaba era preguntarse por los otros lectores que lo habían abierto, cuándo sucedió eso o si era un libro absolutamente virgen y él profanaba sus secretos por primera vez. Lo último que lo estimulaba era el contenido. Generalmente era basura literaria con historias clase C o teorías ridículas ya descartadas. 

El viernes por la tarde, como todos los viernes por la tarde, Marcos devoraba con las yemas de sus dedos las filas de libros abandonados en el último cuarto de un local del centro. Se detuvo en uno: ¨Ensayo sobre la materialidad de las emociones¨. El autor se llamaba Nicolas Duquenne, era médico, y lo había escrito en Francia en 1824. 

Todo el libro era un extenso y detallado análisis sobre la física de las emociones. Marcos, impresionado, subrayó algunos párrafos: 

¨Las angustias cargan la pesadez del desconsuelo. Son densas, de movimientos lentos y elásticos. Una pena es un fluido apelmazado y oscuro que se fija con vehemencia a los órganos. El dolor, además llega a tener una temperatura de 42 grados y su contacto frecuente con las vísceras puede corroer sus tejidos. La aflicción o el agobio se escurren con más facilidad y pueden llegar a cavidades recónditas. Las tristezas, sin embargo, son las únicas de la familia que se encuentran en estado gaseoso. La tristeza ocupa la sutilidad del aire y al contrario de las demás emociones que presionan y empujan con su intensa presencia, las tristezas hinchan el interior con el volátil aliento de la nada.¨

Marcos pensó que estas disparatadas descripciones no podrían ir más lejos, pero había páginas y páginas describiendo, por ejemplo el olor rancio de las decepciones o la textura encrespada del odio.  

En el segundo capítulo de esta obra de 234 páginas se explaya sobre las alegrías. Con la misma obsesión señala rasgos y hasta gestos de estos sentimientos, pero lo sorprendente es la conclusión final. En las palabras de Duquenne:

¨Los pesares decantan y se acumulan en la base de nuestro ánimo, son apilables e incorruptibles, son contables, divisibles, etiquetables, manipulables y su materia no se altera a través del tiempo. Mientras que el entusiasmo bulle en la superficie y se escapa en forma de burbujas. El rocío de sus explosiones refresca de forma efímera nuestro temple. Es imposible atraparlo para estudiarlo y cuando acudimos al recuerdo no somos capaces de desenredar su esencia de las hebras de la fantasía, por eso, no he podido demostrar en mi obra la fehaciencia de su existencia, pero cedo el desafío a los hombres del futuro que con sus máquinas podrán cribar la verdad.¨

Marcos, pasmado, cerró el libro, abrió un vino y tomó la posta. Ya era viernes por la noche.