viernes, 19 de octubre de 2012

Gladis

Gladis es medium y hasta el momento sólo había utilizado sus dones para conectarse con los muertos dentro del marco laboral donde invocaba espíritus profesionalmente para la satisfacción de sus clientes. Un día de inmenso aburrimiento convocó a la primer alma que quisiera acudir sólo como para charlar un rato. Entonces se presentó un romano que había vivido el auge del imperio y más aburrido él de vagar por las inconmensurabilidades de la eternidad aceptó de buena gana el diálogo y comenzó a contarle sobre las costumbres de la época, las ciudades, la comida, la vestimenta y pronto se adentró en intimidades y chusmeríos de los emperadores lo que avivó la charla hasta las cinco de la mañana. Gladis ya se había servido varias copas de vino y había encendido un cigarrillo, pidiendo disculpas por si estaba atravesándolo con el humo. Ella se reía como loca y Marco hacía cada vez más fabuloso su relato para estirarlo lo más posible, ya que cuando ella lo decidiera, terminaría la conversación y vaya a saber cuántos miles de años tendrían que pasar para hablar nuevamente con alguien. Finalmente Gladis lo despidió, pero le sugirió que ande atento porque había disfrutado plenamente de su compañía y quería volver a canalizarlo. Gladis se durmió profundamente y aún dormida soltaba algunas carcajadas que le provocaban las anécdotas de Marco.
Al tiempo se le hizo un vicio y no se conformaba con invocar a un espíritu, sino que bajaba a grupos enteros con los que se divertía como una cabra. Marco casi siempre asistía y era uno de los últimos en irse. Una vez, Gladis estaba muy borracha y les dijo a todos que no tenía fuerzas para devolverlos, que podían quedarse a dormir allí, total, eran 27 pero no ocupaban lugar. Marco aprovechó esa oportunidad e intentó seducirla susurrándole palabras lascivas al oído. Ella le dijo que él la hacía sentir viva. ¿Me estás jodiendo?-le respondió. Ella se sintió una imbécil y los mandó a todos a casa.

sábado, 9 de junio de 2012

Misterios de la selva II

La rutina de la normalidad nos libra del sinsentido. Medimos, calculamos, destilamos la lógica de cada movimiento del universo para que todo sea matemáticamente predecible, esperable, para que mañana el mundo, amablemente, funcione igual que ayer. La posibilidad de que esto no suceda nos enfrenta con preguntas sobre la mismísima existencia, que no es otra cosa que la angustia y el infinito. Una vez, Pablo Miguens vio algo que no tenía que ver, que hubiera deseado no haber visto jamás. Un 20 de junio de 1954, en algún lugar desde donde se podía escuchar el murmullo de los saltos del Moconá, Pablo notó que el sol estuvo en el cénit durante 49 horas. No estaba loco, no estaba enfermo, no estaba borracho. Con el terror de la perfecta lucidez fue testigo y víctima del enigma. El sol no salió, el sol no se puso, el sol no se movió por poco más de dos días. Los únicos que siguieron su ritmo fueron el hambre, el sueño y el reloj, vestigios de la costumbre. Las aves buscaron refugio en los árboles, pero no lograron conciliar el sueño, revoloteaban perdidas y agotadas de una copa a la otra. Sus vuelos entrecortados y cantos irregulares se cruzaron con la queja de ranas y sapos. Pablo pensó que estaba muerto o loco, pero como estaba solo, no pudo corroborar ninguna de las dos ideas. Hacía ejercicios mentales para recordar quién era, dónde estaba y cómo se llamaban sus perros. Quería atarse a la cordura repitiendo el nombre de las cosas que conocía y recordando la forma de su casa y la casa de su infancia. De vez en cuando se pinchaba o se cortaba para que su cuerpo también estuviera presente. No recuerda si durmió o no. No puede asegurar que lo que vivió haya sido real, pero jamás lo negaría. De un momento para el otro empezaron a crecer las sombras y el alivio de la tarde o la oscuridad de la noche consolaron su locura. Su reloj se sincronizó con el universo. En el pueblo las estrellas nunca faltaron a su cita, los chicos se le rieron, los grandes se callaron por respeto o por miedo y algunas viejas recordaron relatos de viajeros extraviados que contaron la misma historia. A veces el sol no sale ni se pone en la selva. A veces.

lunes, 2 de abril de 2012

Misterios de la selva. Parte I

En 1921, en medio de la selva Misionera, Francisco Torres descubrió algo maravilloso. Durante una expedición, Francisco se alejó de la caravana y se aventuró entre la densa vegetación siguiendo el rastro de un enorme felino. Su oído se agudizó e intentaba concentrarse en los sonidos que lo llevaran hacia él. La selva pareció cerrarse sobre su cabeza como una enorme bóveda donde resonaban trinos, aleteos, cantos de ranas, grillos, chillidos, ramas moviéndose y el indescriptible eco de millares de insectos que creaban un rumor espeso y continuo. Justo a la altura de un gran lapacho negro, sucedió. Bastó un paso para que todo quede en absoluto silencio. Francisco se paralizó. Pensó que sus oídos, de pronto, habían dejado de funcionar. Sacudió la cabeza, con las manos se hizo sopapa en las orejas y bostezó reiteradas veces para destaparlas. Nada. Se asustó y dio un salto hacia atrás. Todos los sonidos volvieron a estallar a su alrededor. Aliviado, Francisco retomó el camino y a la altura del gran lapacho la selva volvió a enmudecer, como si el árbol con su sombra apagara cada voz. Se le ocurrió esa idea descabellada y recorrió la sombra del lapacho. Efectivamente, dentro de la silueta oscura que dibujaba el árbol, todo permanecía en silencio, pero apenas se asomaba al rayo del sol la música de la naturaleza revivía. Confundido, Francisco miró a su alrededor como si allí hubiera una respuesta. Entraba y salía de la sombra frenéticamente.
Finalmente optó por el silencio y se sentó al resguardo de aquel árbol magnífico. La gente no le creería y si le creían, iban a arrancar el árbol para estudiarlo, para abrirlo, para disecarlo, para despedazarlo, para robarle su magia. Entonces durante toda la tarde, hasta que cayó el sol sobre los otros lapachos, cedros, guatambués y laureles, disfrutó del maravilloso e increíble silencio. Luego se paró y empezó a caminar hasta unirse con el resto.