martes, 9 de noviembre de 2010

Hipoconversaciones

En el norte de Nueva Guinea, un grupo de jubilados del Bocha y Canasta Club Social inventó un nuevo deporte: “las Hipoconversaciones”.
Las expresiones anómalas del cuerpo muchas veces son fuente de relato en conversaciones que se convierten en una escalada desenfrenada por demostrar cuál de los dos locuaces interlocutores sufre de mayores y más intensas perturbaciones físicas. Esto sirvió como inspiración para esta caterva de ancianos que hoy compiten en ligas barriales para definir quién es el más afectado por los padecimientos más agudos y excéntricos.
Los competidores se sientan a una mesa y sin repetir y sin soplar comienzan a describir sus enfermedades. La estrategia más repetida es empezar hablando sobre afecciones insignificantes para desenvainar sobre el final dolencias indescriptibles fruto de patologías extravagantes. Los misterios de la ciencia siempre nos honran si nos toman como protagonistas y, en este deporte, dicha eventualidad define por jaque mate.
Una partida histórica fue la que supo ganar Don Valentín Estrada el 14 de julio de 1996 cuando comenzó narrando una crisis hemorroidal que escaló en un quiste cebáceo en el hígado para derivar, con una cintura inigualable, en el recuerdo de una apendicitis mal curada que provocó el vómito espontáneo de líquido cefalorraquídeo. Estrada fue el pionero en combinar una afección extraña y desagradable con el recuerdo de enfermedades pasadas y conmover a través de la melancolía de esa afección que se fue, que nos dejó en el anonimato y la intrascendencia de las personas sanas.

La apología del error.

Gustavo Correa es coreógrafo y antropólogo. En todos sus trabajos se destacó por unir áreas de interés aparentemente distanciadas o por conjugar tópicos supuestamente irreconciliables. En su tesis de doctorado investigó el fetichismo que producen las pantimedias y la infiltración bolchevique, habiéndose licenciado con un estudio sobre cómo la dispersión del mono mirikiná influye en la decisión de aborto en adolescentes asiáticas.
Esta búsqueda inepta terminó en un visible fracaso e inmediatamente se abocó a producir literatura de autoayuda mezclando en una batidora retórica la cultura New Age, un poco de budismo, algo de chamanes mexicanos y marketing del berreta. Así publicó su primer Best Seller: “La apología del error”. Este compendio de moralejas sin cuento se basa en una realidad simple y evidente: somos imperfectos. Cualquier psicólogo de barrio nos ayudaría a resolver las situaciones incómodas o a aceptarlas, mientras que Correa va más allá y a través de su obra nos invita a celebrarlas.
“En la vida no hay ensayos”, comienza el prólogo, “el mundo es un escenario, donde uno tiene que interpretar un rol que desconoce, con actores que tampoco saben el sentido de la obra y la improvisación es el único recurso que tenemos”. Con estas palabras justifica de antemano cualquier desacierto y cubre todas las faltas de inocente ignorancia. Así cautiva a sus seguidores con una liberadora sensación de estupidez congénita que los exime de toda responsabilidad sobre sus actos.
“Muy al contrario de lo que sucede en la vida animal, entre los humanos, es el imbécil quien mejor se adapta y sobrevive. El idiota se deja llevar, se deslumbra con una linterna y su vida se hace tan liviana, tan grácil, tan espontánea, que va hacia la muerte en autopista. Pero aquel que se resiste, que pregunta, que cuestiona, que se obstina en cambiar al mundo, ese termina encerrado en sí mismo o en un manicomio, que es lo mismo ”.
Hoy, mientras colamos el aguita del yogur, pensemos en Correa y mandémoslo a la puta que lo parió.