jueves, 12 de agosto de 2021

La belleza de los vestuarios

Ese lugar húmedo, desfile de cuerpos desexualizados, una comparsa de toallas atadas a la cabeza, como si las zonas erógenas de esa especie que habita en los vestuarios fueran convencionalmente otras. Una se cubre el cabello, otra los hombros, dejando tetas, culos y pubis en desenfadada libertad. Nunca me desnudo en los vestuarios. Tiene algo de campo de concentración, de desprecio, de humillación.

Hay cuerpos tallados, esculpidos, bendecidos por todas las normas de belleza. Como ese grupo de nadadoras que entraron en tropel para ir a las duchas. Una orden de ninfas arremolinadas cruzó el espejo grande y se multiplicaron en una bolsa indiferenciada de piernas y gorros de baño. 

También hay cuerpos disfuncionales, ridículos, distorsionados, tergiversados, apartados de toda ley de equilibrio. En esa murga diversa hay una belleza efímera que siempre me cautiva: las mujeres recién bañadas. Más bien, los cuerpos recién lavados, hablo de mujeres porque es lo que hay en los vestuarios que frecuento. 

El pelo mojado, peinado hacia atrás, goteando en los hombros o en la espalda. Imagino el olor del shampoo, la temperatura de la piel, la nuca fresca. Es indiferente la edad, el peso, las várices o la celulitis. Creo con mucha convicción en la resurrección de las almas con el agua que escurre, desde la coronilla hasta los pies, las miserias del mundo, los años, el sudor y los miedos. 

El agua corre y por un momento despoja al cuerpo de su humanidad, de su concreción física, de este saco de carne viscoso y lleno de fluidos. Mi hijo a veces no puede dormir porque imagina la sangre fluyendo por sus venas y ese movimiento, imaginario porque no lo percibe, lo inquieta. Tiene miedo de que un día empiece a escuchar ese torrente y lo vuelva loco. Se concentra en él, pero no quiere sentirlo. Escucharlo sería traslucir ese mecanismo mucilaginoso que lo asquea. 

Creo que el horror surge de la conciencia de que tantas funciones que no controlamos nos mantienen con vida y que si solo una de ellas falla, simplemente dejamos de existir. Me recuerda a su hermana cuando en un avión el piloto la invitó a conocer la cabina de mando y volvió con un rictus de espanto en su rostro. ¿Iba ese hombre a ser capaz de coordinar esos miles de botones, palancas, llaves, señales, luces, cruzar un océano y bajar sin sobresaltos? La conciencia lúcida del cuerpo físico y sus complejísimos sistemas puede llevar a la misma fobia. 

El agua nos descarna por un rato, mientras dura la frescura en la piel, el cuerpo tiene un paso liviano, límpido, cristalino y bello, sobre todo, bello. 

Una mujer se peina frente al espejo. Está envuelta en una toalla y mientras mueve su brazo. Como un cencerro gracioso, choca sus pulseras y suenan. Yo no uso pulseras, ni aretes, ni collares porque creo que hay que sentirse más mujer para eso. O más femenina. O sentir cierto orgullo de lo que ha tocado en suerte en aquella carrera de cromosomas y honrarlo. No me pasa. Vivo mi género como mi color de ojos, como algo circunstancial. Igual, hay algo de atractivo en esa defensa de la postura femenina. Lo femenino y lo masculino no es más que una postura, una impostación de un personaje y a veces las chicas levantan banderas a favor de esa identidad, usan faldas, pulseras, labiales y hasta flores en la cabeza, agitando todos los símbolos de su feminidad en una marcha permanente que reclama a gritos su filiación. Tampoco siento que traiciono a mi clan, pero nunca me animó honrar el ciclo menstrual, la capacidad reproductiva ni ninguna de las eventualidades biológicas que nos separan del hombre. 

La mujer se sigue peinando. Esa frescura, ese halo de pureza que otorga belleza infinita a cualquier cuerpo, que lo hace resplandecer, flotar, como si el viento se llevara su polvo en vida, se desvanece después del contacto con el aire que va secando y endureciendo los pensamientos, las emociones, los rasgos y las extremidades. Mientras el cuerpo se seca, recupera su gravedad, el agobio y el desasosiego. La luz se hace cada vez más débil y se contrae sobre sí misma. Los cuerpos se encogen, se marchitan, duelen, pesan, son feos, se encorvan en su imperfección y finalmente se apagan para confundirse con cualquier otro cuerpo hecho de barro.