miércoles, 6 de enero de 2010

Reyes otra vez.

Hace un año comencé este blog, una noche de Reyes. El relato narra cómo mis tres deseos demandados en esa ocasión fueron desestimados con alevosía por parte de la mágica nobleza encargada de materializarlos. No quiero con esta mención alegar que aún me hiere la ofensa de dicha desidia, pero este año el pastito…se los debo.
De todas maneras, ayer no podía decidir cuáles iban a ser los deseos que encabecen la lista de este año, y como para estar segura de no olvidarme nada importante, consulté a un amigo sobre su propio encargo para los reyes y le aclaré que estaba un poco indecisa con respecto a mi solicitud. Mi amigo respondió: “dejá que te sorprendan”. Esta respuesta, así tan simple como suena, más allá de ser una contestación como de quien sigue el diálogo mientras hace una repisa con vasitos de yogur, es una réplica de una sabiduría pasmosa. Cuando la verdad es tan simple y tan evidente, no puede ser menos que sabia. Uno puede trazar todos los caminos que quiera, puede proyectarse, puede apuntar la cabeza del caballo en una dirección y dar la patadita correspondiente para que nuestra existencia se eche a andar en una dirección, pero jamás podremos saber si ese fue el puntapié que nos llevará al destino que imaginamos. ¿Y para qué saberlo? ¿Qué gracia tendría la vida si fuese tan predecible como las estaciones del subte? ¿Qué gallardía tendría jugarse el alma en una ronda de amoríos si supiéramos que la felicidad está siempre atrás de cada elección? ¿Cuánto dura la felicidad si es eterna? ¿Qué valor tendrían los deseos si siempre se cumplen?
Este 6 de enero me siento en la mejor mesa cósmica, sin saber aún si puedo pagar la cuenta, pero le pido a esos mozos reyes del universo que me sirvan lo que quieran, el plato que el chef divino tenga preparado para mí. Llenen mi espíritu con las delicias del asombro. Sorpréndanme. Pero no se olviden del postre, por favor.

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