jueves, 8 de abril de 2010

Callejeros

Un perro de la calle me empezó a seguir. Si yo paraba, él paraba. Cuando yo seguía, me miraba y luego se ponía en marcha, como si hubiera recibido una orden mía que lo arengara a continuar. Durante 4 cuadras ese perro miró a los transeúntes orgulloso de tener dueño, de ser importante para alguien. Con un paso vanidoso ignoraba a otros caminantes haciéndoles saber que él tenía alguien que lo cuidaba, que estaba pendiente de que la manta de su cucha estuviera estirada y de que en su plato de plástico no faltara comida. Durante 4 cuadras presumió ser amado.
Yo le guiñé el ojo y fui cómplice de su farsa. También miré a los peatones satisfecha de ese fiel can que me seguía. Traté de levantar envidia por parte de aquellos que valoran las buenas compañías y exageré nuestra relación ideal.
Durante 4 cuadras jugamos a necesitarnos.
Después yo frené de golpe y entré a casa. Me asomé y acercó. Los dos entendimos que habíamos sido descubiertos por la realidad. Le toqué la cabeza y nos alejamos, como si la humanidad y los cánidos hubiesen sellado un pacto de respeto, un contrato de lealtad y un incondicional acuerdo de amor.

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