sábado, 17 de julio de 2010

Sonríe, Dios no está mirando.

En el comienzo de los tiempos, reinaba la nada. Una nada blanca y espesa como niebla. Un día, la nada se abrió y se formó un camino parecido a un arcoiris por donde bajaron millones y millones de unicornios de colores que se unieron, como piezas de encastre, para formar los planetas, las constelaciones y los universos.
Con la misma soltura podríamos decir que un anciano de barba y pijama blanco en tan sólo 7 días se ocupó de todos los menesteres que implican la creación del universo, incluyendo a todos sus seres vivientes.
Supongamos que somos adeptos al género de “religión ficción” y decidimos apoyar esa versión sin ningún tipo de asidero lógico, no hay justificación sensata que sirva de pretexto para lo que vino después: “Cuando el hombre creó a Dios a su imagen y semejanza”. Una vez que estuvo todo hecho, los ríos estaban fluyendo, los animales comían frutos en los bosques, las libélulas revoloteaban felices y dos cobayos corrían de la mano por los montes, el hombre tuvo que meter su cola y crear un Dios manipulador, egocéntrico, obsesivo, caprichoso y jodido para arruinarlo todo. El hombre le dio a Dios una serie de superpoderes: la omnipresencia, la capacidad de escuchar todo, de ver todo y hasta de leer la mente, capacidades que automáticamente puso en su contra al establecer que Dios sería también el guardián de nuestros pensamientos, nuestra palabra, nuestra obra y hasta nuestra omisión. No hay un maldito recoveco de nuestra intimidad donde no llegue el reflector interrogatorio de Dios. El hombre, además, creó para su Dios una lista de exigencias morales tan severas como impracticables, y como si fuera poco masoquista, le dio a su deidad la responsabilidad de un castigo por incumplimiento, poniendo a su alcance un infinito abanico de penas, de las más espantosas que se le pudo ocurrir: estadías eternas en termas de sulfuro, habitaciones en llamas, dolores y sufrimientos inimaginables por doquier. Pero eso es sólo una yapa que sobreviene después de la muerte y para toda la eternidad. Mientras, los representantes humanos de ese Dios en la Tierra, simulan berretamente estos castigos con consignas como: azotarse la espalda, dormir sobre brasas, hacerse gárgaras con vidrio molido, ponerle menta a la limonada o cortarse la yema de los dedos con el filo de una hoja.
No satisfecho con los suplicios físicos, el hombre también pidió a su Dios que lo sometiera al peor martirio psicológico: la culpa. Entonces, disfrazado de un padre amoroso, este Dios nos refriega todos los días por la cara que envió a su único hijo a la Tierra a salvarnos y los humanos desagradecidos lo estacaron como a un chivo a la parrilla. Dice qué está todo bien, que nos perdona, pero que nos va a hacer sangrar el culo hasta el Apocalipsis, dalo por hecho.
Nuestro Dios lleva el estigma de la madre judía que nos pide llevar un saquito, por nuestro bien, para no enfermarnos y darle un disgusto a ella, disgusto que siempre siempre pagamos con la misma moneda: la culpa.
Joven argentino, descendiente directo de aquellos humanos, perdónalos, no sabían lo que hacían.

1 comentario:

  1. Cuando los homosexuales seamos una religión voy a proponer la teoría de los unicornios arcoíris como creadores del unvierso.

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