sábado, 9 de junio de 2012

Misterios de la selva II

La rutina de la normalidad nos libra del sinsentido. Medimos, calculamos, destilamos la lógica de cada movimiento del universo para que todo sea matemáticamente predecible, esperable, para que mañana el mundo, amablemente, funcione igual que ayer. La posibilidad de que esto no suceda nos enfrenta con preguntas sobre la mismísima existencia, que no es otra cosa que la angustia y el infinito. Una vez, Pablo Miguens vio algo que no tenía que ver, que hubiera deseado no haber visto jamás. Un 20 de junio de 1954, en algún lugar desde donde se podía escuchar el murmullo de los saltos del Moconá, Pablo notó que el sol estuvo en el cénit durante 49 horas. No estaba loco, no estaba enfermo, no estaba borracho. Con el terror de la perfecta lucidez fue testigo y víctima del enigma. El sol no salió, el sol no se puso, el sol no se movió por poco más de dos días. Los únicos que siguieron su ritmo fueron el hambre, el sueño y el reloj, vestigios de la costumbre. Las aves buscaron refugio en los árboles, pero no lograron conciliar el sueño, revoloteaban perdidas y agotadas de una copa a la otra. Sus vuelos entrecortados y cantos irregulares se cruzaron con la queja de ranas y sapos. Pablo pensó que estaba muerto o loco, pero como estaba solo, no pudo corroborar ninguna de las dos ideas. Hacía ejercicios mentales para recordar quién era, dónde estaba y cómo se llamaban sus perros. Quería atarse a la cordura repitiendo el nombre de las cosas que conocía y recordando la forma de su casa y la casa de su infancia. De vez en cuando se pinchaba o se cortaba para que su cuerpo también estuviera presente. No recuerda si durmió o no. No puede asegurar que lo que vivió haya sido real, pero jamás lo negaría. De un momento para el otro empezaron a crecer las sombras y el alivio de la tarde o la oscuridad de la noche consolaron su locura. Su reloj se sincronizó con el universo. En el pueblo las estrellas nunca faltaron a su cita, los chicos se le rieron, los grandes se callaron por respeto o por miedo y algunas viejas recordaron relatos de viajeros extraviados que contaron la misma historia. A veces el sol no sale ni se pone en la selva. A veces.

2 comentarios:

  1. Ayer compré un libro tan sólo por una frase que leí en su contratapa: "Los tres requisitos para ser feliz son la estupidez, el egoísmo y la salud. Pero si falta la primera, no hay nada que hacer".
    Grave error ante la elección, porque la frase era de Flaubert, pero el libro no era de él.
    Me quedé pensando en algo que alguna vez hablamos, me dijiste que para ser feliz había que ser estúpido, que sólo los estúpidos eran felices porque no eran concientes de nada. Instropectivamente esto me llevó a la conclusión de que el hombre conciente de sí no puede ser feliz, porque se enfrenta permanentemente a su miseria.
    Pero hoy me preguntaba, se enfrenta a su miseria o a su conciencia? Es que conciencia y miseria son lo mismo?
    Hay que ser realmente estúpido e inconciente para no darse cuenta de que, hay libros que mejor ni miralos.

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    Respuestas
    1. Gustave tenía mucha razón.
      Creo que el hombre conciente o miserable, que para mi es lo mismo, la única felicidad que disfruta es la felicidad de los que ama. No hay felicidad hecha a su medida, por eso el tiempo para los otros es el tiempo mejor invertido en sí mismo.

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