martes, 30 de mayo de 2023

Arístides. El poeta que no fue.

Arístides nació en 1942 en Luján, Argentina, en cuna de una familia de estancieros donde nunca le faltó nada. Era el más pequeño de 5 hermanos y mimado por todos. A los 12 años se enamoró de Mirta, su vecina y compañera del colegio. Ella le correspondió con generosidad y su vínculo fue tan profundo y tan genuino que 8 años después se casaron y permanecieron enamorados como el primer día durante 60 años más, sólo dividieron su corazón para colmar de afecto a sus hijos y luego para arropar a sus nietos con el más puro amor.

Arístides era un hombre tan completo como no había otro. Los vecinos se ahogaban en envidia y él, para poder socializar y ser invitado a cumpleaños y bautismos, debía inventarse problemas que no tenía, alguna cuestión doméstica de poca monta, mentiras que podía sostener sin mucho esfuerzo. 

Pero, Arístides sí tenía una gran carencia, un vacío que no podía disimular y cada vez que él expresaba su afectación por este fracaso, era minimizado y enseguida se pasaba a temas como el clima. Arístides quería ser poeta, pero a falta de desengaños amorosos, pérdidas irreparables o dolores insufribles, no encontraba en su corazón los humores amargos con los que se cargan la pluma del trovador. Entonces, comenzó a inventarse desencuentros o desilusiones que jamás vivió y los escritos eran forzados e infantiles. Este es el verso XIII de la página 24 de su segundo cuaderno de poesías:


Me siento triste y me duele tanto.

Me siento solo y no para el llanto.

Eso siento, aunque no sea para tanto.


Arístides justificaba su pluma ajustándola a categorías teóricas y a corrientes literarias contemporáneas como la poesía pop o la lira de calle, pero la realidad es que las palabras no podían reemplazar lo que su alma no había experimentado. 

A escondidas, muchas veces leía ¨Me sobra el corazón¨ de Miguel Hernández. El momento solía ser pictórico. Procuraba estar solo, encendía una lámpara puntual con luz amarillenta, se servía una copa de su mejor vino, algo de música detrás, en lo posible un piano afligido y se postraba en un sillón hasta desmoralizarse por completo. Miguel Hernández era lo más cerca que había estado del dolor. Entraba con cierta gracia en el tono del poema, pero cuando llegaba a la parte donde dice:


¨Ayer, mañana, hoy

padeciendo por todo

mi corazón, pecera melancólica,

penal de ruiseñores moribundos¨.


Ahí se sacudía con un llanto furioso. ¨Pecera melancólica¨ ¿Cómo hizo para escribir ¨pecera melanacólica¨? ¿Cómo hizo para convertir un corazón en un recipiente a medio llenar, sucio, con líquidos borrosos, olores inmundos, olvidado bajo una luz de fluorescente intermitente, en una sala con azulejos asquerosos y un pez, un pobre pez sin esperanzas nadando en círculos? ¿Lo vio? ¿Lo sintió? ¿Estuvo años combinando palabras?.

Se detenía tanto a saborear la amargura de ¨pecera melancólica¨que nunca podía llegar a leer con los ojos secos ¨penal de ruiseñores moribundos¨. Era demasiado. 

No envidiaba las penas de sus vecinos, pero sí la de Miguel Hernández porque las atravesaba en carne viva y mientras se le hacían llagas, mientras se quería morir,  regalaba palabras, imágenes, belleza, sentido y razones para estar vivo. 



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