viernes, 8 de mayo de 2009

El extraño caso del Emo que se fagocitó a sí mismo.

Felipe Rojas estaba cursando el primer año de Musicoterapia en la Facultad de Ciencias Prescindibles de Santo Tomé. Felipe era Emo y era profundamente sensible a los aconteceres del mundo. Sufría por el hambre en Africa, por la matanza de focas en Canadá, por el frío que hace en Rusia, por lo sucio que está el Riachuelo, porque aumentó la leche y porque a Majul lo cambiaron de horario en la radio.
Un día, le pareció poco Emo sufrir por las cosas por las que sufren todos y decidió sufrir sin motivos. Se encerró en su cuarto y, alejado de las miserias humanas mediáticas, se concentró en su propio sufrimiento. Pero, después de 45 minutos, se dio cuenta de que no estaba sufriendo tanto, que no tenía tantas angustias internas y eso empezó a atormentarlo. Era el hazmerreír de los Emos y eso que los Emos no se ríen. De pronto tuvo hambre y se focalizó en ese sentimiento. Quiso vivirlo intensamente, quiso sentir el estómago pegoteado, el vacío inconmensurable de sus entrañas, la soledad de sus vísceras, la acidez de sus jugos gástricos, el hambre voraz. Tan voraz que despertó una reacción biológica muy particular en los seres humanos. Sus células comenzaron a absorberse entre sí y este proceso lo consumió por completo en segundos.
Felipe estaba sufriendo cuando murió, por eso murió feliz.
Una absoluta deshonra, la última mancha que dejó Felipe en la bandera Emo.

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