miércoles, 12 de enero de 2011

La náusea

Sartre se chocó con la brutalidad de la existencia y escribió esa obra magnífica que nos aplasta de realidad.
La vida sería intolerable si pusiéramos atención a todos nuestros sentidos y nos dejáramos invadir. Pero a veces pasa. Hoy me pasa.
Empezó con una molestia en el estómago, una molestia presente y sonora. De pronto la magia de los procesos internos y silenciosos de nuestro maravilloso cuerpo se materializó burdamente en sonidos de líquidos que surgían a borbotones. Imaginé un recipiente de laboratorio hirviendo. Esa máquina que marchaba independientemente de mi voluntad, funcionaba a disgusto y con movimientos bruscos que me arrancaban puntadas de dolor. Me acosté e inevitablemente mi atención se centró allí. Como un vigilante curioso, empecé a repasar cada sensación de desagrado. De alguna manera el malestar subió a mi paladar y podía degustarlo como algo espeso y ácido. Sabía que concentrarme en mi estómago iba a intensificar la percepción de su presencia, por eso traté rápidamente de desviar mis pensamientos. Entonces vinieron recuerdos, uno atrás del otro, con una furia incontrolable. Y cada recuerdo, con una emoción asociada, una emoción que se amplificaba en este cuerpo ridículo que funcionaba como una caja de resonancias. Los pensamientos tristes me colapsaban automáticamente los latidos del corazón y podía escuchar cómo ese animal herido aullaba dando saltos irregulares. Los pensamientos melancólicos me dejaban sin aire. Las dudas me aceleraban la respiración. Empezó a aparecer un dolor puntual en la nuca e imaginé que eran más pensamientos que se agolpaban para luego vomitar su verborragia en el silencio de la habitación.
Se me ocurrió repetir una frase para ocupar el lugar mental y ahuyentar los sentimientos. Entonces empecé a rezar mecánicamente.
Fue allí cuando se materializó el calor. El aire no se movía y estaba cargado de humedad, me costaba tomarlo, me sorprendí haciendo fuerza para que entre e hinche mis pulmones. La frente me estaba sudando. Estaba agobiada. Jadeaba. La sábana tenía un olor salado, el mechón de pelo que me colgaba del hombro apestaba a perfume y en mis manos había un vaho dulzón, el fantasma de un durazno que a esa altura se me aparecía como el recuerdo de una criatura pestilente.
Me incorporé y creo que la luz de la ventana fue tan fuerte que me hizo marear, otra vez rechinó mi estómago. El miedo, el odio o la tristeza no ocupan tanto lugar como la repugnancia.
Querido Sartre, hoy soy existencia con acento, presencia indiscutible, carne de la náusea.

2 comentarios: