miércoles, 10 de marzo de 2010

Gracias, pero no quiero saberlo

Una prueba de que no todos somos seres sociables que gustamos disfrutar de la compañía ajena es la incomodidad que me producen los ascensores montados por desconocidos. Al parecer, la ecuación social dicta que cuanto más pequeño es el espacio, mayor es la necesidad de interacción. Así, compartir un viaje de unos escasos pisos puede transformarse en la oportunidad ideal para poner en marcha mecanismos físicos donde mis neuronas procesarán laboriosamente datos infinitamente superfluos, futiles y olvidables.
Entiendo que no todas las conversaciones deben ser trascendentes y que el ser humano puede regocijarse en la plática vana, delirante y desprovista de objetivos, pero tampoco soy partidaria de promover esta modalidad en cada encuentro espontáneo con un extraño. No es antipatía, no es soberbia, no es hostilidad, es sólo el ejercicio de mi derecho a no saber lo que no me interesa saber.

1 comentario:

  1. Es buenísimo! A mi me pasa peor con el peluquero o con el taxista. Cómo detesto los comentarios que surgen de la incomodidad de compartir algo con alguien que no conocés.

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