jueves, 20 de agosto de 2009

La infancia huele a pancho con savora.

Charles Fernández ve al mundo por las narices. Si bien no hay problemas con sus ojos, él desarrolló tempranamente una extraordinaria capacidad olfativa. Desde muy pequeño olía el colectivo que lo llevaba a la escuela 10 cuadras antes de que apareciera por la esquina y, junto al perro, se paraba en la puerta 5 minutos antes de que llegue su madre.
En la escuela describió la casa de su abuela como “un caldo caliente tan espeso que sólo es cortado por la presencia fresca y ácida del olor a jabón de la tía”.
Podía hallar a su gato perdido siguiendo una estela de partículas de polvo en el aire, el olor seco de una alfombra recién sacudida.
Charles aprendió a amar los distintos perfumes de las estaciones y mientras camina juega a descubrir si los árboles que verá en los próximos 12 mil metros estarán florecidos o no.
Suele embriagarse con el bálsamo que trae el viento antes de una tormenta , con la fragancia efervescente del pasto mojado y con el perfume de las panaderías que están por abrir.
Odia el olor a cuero mojado de los taxis y los colectivos. Pero en el 160 se dio cuenta de que también podía oler los estados de ánimo. Así empezó a diferenciar el humor de los pasajeros percatándose de que la ansiedad huele a menta y café, mientras que la paz huele a menta sólamente. Las mentiras apestan a brócoli y el dolor sofoca con su acidez. Aunque a veces emana una pestilencia dulce que se confunde con el olor de un perro herido.

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